viernes, 16 de enero de 2015

Londres en llamas



Es curioso... hasta que regresé este verano de Londres no recordaba de dónde venía mi obsesión por esa ciudad. Sí que tenía en mente haber mamado el inglés y la cultura británica en casa desde la infancia. Mi madre siempre se ganó la vida dando clases de inglés y adora a los ingleses (escepto politicamente hablando) aunque nunca haya estado allí. Yo quería venirme a vivir a Madrid, hasta los 20 años, ese era mi objetivo, y creo que Londres se convirtió en la alternativa cuadno en mi primer intento de independencia Madrid se convirtió en el símbolo de mi primer fracaso, pero, ¿porqué Londres? ¿por la familiaridad? NO. Porque me gustaba el cine inglés, y porque había una banda de gañanes que hacían música que, sin convertirse en mi grupo favorito, llevaban acompañándome como una sombra toda mi vida. (Aunque para cuando decidí irme a Londres por vez primera, con 27 años, sí que eran ya mi grupo favorito).Había pasado tanto tiempo caminando con los cascos puestos, y Depeche Mode en mis orejas imaginando que caminaba por sus calles- calles que yo imaginaba industriales y no victorianas, más berlinesas que londinenses-, que ya se había convertido en mi segunda casa sin haberla pisado nunca. Tanto es así, que este verano, cuando me vi obligada a regresar de allí, y a encerrarme de nuevo en la montaña, sin saber porqué, fue mi banda, la que acudió en mi rescate, y Depeche se ha convertido en el rincón de mi misma que me mantiene con vida y expectante, en un momento en el que no espero demasiado de nada y estoy sentada aún, tras meses de quietud, contemplando como las nubes se mueven a mi alrededor. Regresé con algo de trabajo; y me senté en mi ordenador a elaborarlo. Justo antes de comenzar había asistido al cumpleaños de la amiga que ahora me está dando clases de inglés, y por una de esas extrañas casualidades, en el Stigmata, vacío aquel sábado de junio, con ventiladores recién estrenados, proyectaban un silencioso Devotional Tour... y me enamoré de Dave Gahan como nunca antes lo había hecho. No fue santo de mi devoción jamás antes y tampoco lo es ahora, pero en ese momento se convirtió en la luz que guió mi camino por unos meses, cediéndole luego el puesto de nuevo a su antiguo propietario en lo que los componentes de esa banda se refiere. Dos días más tarde, tras un sueño donde la silueta de Dave a contraluz bailaba sobre una pasarela de hierro recortándose contra un Londres en llamas... retiré los algodones con que protegía mis emociones de las sacudidas de la música desde hace veinte años...  y mientras retocaba fotos en mi ordenador, dejé que la voz de Dave, que siempre me ha sustentado, recompusiera los pedazos de mi alma que volvieron destrozados de Londres una vez más. Su voz siempre ha sido para mi la nana que debieron cantarme, las palabras de amor que me han susurrado todos mis amantes, el reconfortante consuelo de los amigos, y la atronadora autoridad del cielo componiendo el mundo. Quizás no sea una devota de Dave, pero sí una devota absoluta de su voz, hasta sentirme extrañamente fuera de lugar cuando no la oigo al frente de una canción que me gusta...En ese momento no hice asociaciones. Porqué Depeche? ¿porqué no otra cosa? Mis obsesiones han sido tantas y tan variadas a lo largo de los años... me he sentido íntimamente lilgada a tantas cosas que han dejado sus rastros que, de todas aquellas a las que pudiese aferrarme revolviendo en mi baúl de los recuerdos, ¿porqué ellos? ¿Porqué mi banda? ¿Porqué no mis amados vampiros, mis personajes de rol que se convirtieron en novela, porqué no mis diseños, porqué no el mundo celta, Alejandro Magno, Grecia, mi diosa Ishtar? ¿Porqué ellos? Tardé un tiempo en darme cuenta de que, pese a que en estos tiempos he visto Londres como el lugar al que regresaría todo romántico, en realidad han sido Depeche porque es lo único que me podía traer de Londres. Porque Londres es algo que me dieron ellos y  Londres me los devolvía.
    Aún siguen siendo mi salvación cada mañana...



   

miércoles, 30 de abril de 2014

El rostro intacto




Mi rostro intacto, aún conserva su perfección con leves muescas.... como las esculturas que tanto amo, como los bajorelieves de las ruinas de Persépolis. ¿Cómo ha llegado hasta aquí, sobrevivido durante cuarentaydos años? Ni cicatrices, ni quemaduras, ni una mella, apenas algunas manchas, rancias pecas sobre una superficie que jamás llegó a ser de marmol; quizás sí, de alabastro. Aún recuerdo cuando mi piel era tan fina y tan clara que las venas se transparentaban en mi pecho, hasta la punta de mis senos, en mis brazos, dibujando los contornos. Eran los inviernos del trópico donde podía huir del sol, donde no tenía un color tostado y me miraba desnuda ante el espejo a la sombra de los Jacarandás florecidos de color violeta, golpeando suavemente las ventanas de mi tercer piso.
  Era joven, había tiempo.
Y sé que el tiempo es relativo, que para nosotros cuarenta años son un mundo y para una sequoya gigante la milésima parte de él...  pero en esa relación desproporcionada, contando con que nosotros nos movemos, nos arriesgamos y sí, podemos huir de los incendios, pero también los provocamos, vuelvo a preguntarme: ¿Cómo ha llegado mi rostro, lo más valioso que mi cuerpo, íntegro hasta hoy?
 Se me antoja un milagro pensar que ha sorteado todos los accidentes posibles y se ha preservado. No se ha degradado, no se ha desteñido, ni resquebrajado, ni diluido. No se ha derretido, ni cambiado apenas, no se ha arrugado ni consumido. Mi rostro, como el de Dorian, guarda el secreto de su belleza incluso para mí. Mientras, el resto de mi cuerpo muestra la decadencia de los años y de una vida sedentaria.
    De cuello para abajo, todo son huellas, todo se derrumba, todo se destruye como una marmita resquebrajada por el fuego en el que se cocieron demasiados hechizos, se dehace en carbón negro. Los pliegues robados a mi rostro, las carnes flácidas escatimadas a mi cuello, se descuelgan en cortinajes rasgados de mis pechos, de mi espalda, de mis brazos, de mi vientre...
    Como si hubiera hecho un pacto. De rodillas sobre cristales ardientes rogando con lágrimas puras, por la conservación de mi rostro. Como si el diablo hubiera aceptado mi ofrenda pero diciéndome: "No hay retrato",  me concedió, a cambio, la lenta destrucción de los frisos que componen este partenón que es mi frente, apenas con mácula, para que no pudiera notarlo. Así, quizás de este modo, podía seguir soñando. Imaginar que como mujer aún era seductora, y bella y potente, y enlazar a hermosos jóvenes por la cintura con el brazo de mis sueños incendiarios.
   Nada más, una ilusión tras un rostro de marmol rosa. No diré que es blanco. Es rosa, cada vez más opaco. O como el marfil, que amarillea con los años. Y lejano de mí se muestra al mundo en fotos mientras permanece en el banco de las horas que es esta montaña. Es un rostro televisado a través de una red ficticia, un rostro que nadie toca, y solo una persona acaricia. Las manos de oro se quedaron en el valle de mis sueños podridos. No me rozan.
   Me rozaron. Sé que mi piel es suave. Sé que encanta a quien la toca.
Conservada entre las nieves de las cumbres como en un hielo perpétuo a traves del que se mira.. así se conserva mi rostro, de piel fragil.
   ¿Es el delicado cautiverio al que está sometido el que lo ha preservado?
Porcelana imperfecta que guarda dentro las cenizas de un muerto, en eso se convertirá cuando el tiempo haya dado cuenta de mis miembros y mis huesos, y sólo él quede en el suelo, cáscara vacía entre la tierra de un sepulcro natural hasta el que todo camino fue olvidado.

lunes, 14 de octubre de 2013

De la cama al sofá



De la cama al sofá, ida y vuelta.
Y no porque esté enferma,
Y no porque pase nada.
Más bien porque no pasa nada.
De la cama al sofá porque es el único sitio al que debo ir por la mañana. Es mi lugar de trabajo.
Es el único sitio del que debo regresar por la noche.
De la cama al sofa me separan cuatro metros de madera, cinco metros de piedra recubierta, y siete escalones. Del sofá a la cocina tres metros de baldosa. Del sofá al estudio, tres metros y tres escalones.  Del sofá al baño es la distancia más larga: dos metros de corcho, tres de baldosa y dos de madera. Si  tengo algo de suerte me toca poner una lavadora y recorro cuatro metros más, un par de veces al día. Del sofá a la lavadora, unos cinco metros; de la lavadora al jardín, tres y vuelta hacia adentro.
 Más allá de eso, puedo ir a comprar algo a la tienda del pueblo.
Si tienen algo que yo necesite. (No venden alimentos perecederos)
Si tengo algo de dinero en el bolsillo. ( Más de cinco euros, que con menos no compro nada)
Eso supone caminar doscientos metros. Cien de ida y Cien de vuelta.Y me quejo de que es cuesta arriba.
 Un día hubo suerte y la tienda estaba cerrada.- la dueña se había ido a pasear-, tuve que volver más tarde y en lugar de doscientos metros caminé cuatrocientos.
Puedo caminar por el campo, pero ya lo conozco todo, y me aburre.
Los días que más suerte tengo, son aquellos en los que bajo a Madrid. Lastima que no suele ser por ocio, sino por trabajo, y siempre voy con prisas. Así que, para que me de tiempo a todo, dejo el coche en el parking, lo más cerquita posible y en el punto intermedio de todos los lugares donde voy a comprar materiales. El parking me deja a ciento cincuenta metros de las mercerías... si no encuentro lo que quiero en una, puedo caminar veinte metros hasta la segunda, cuarenta hasta la última de la calle. Si tengo que comprar tejidos de relleno haré otros cien metros en el mismo sentido. ¡Qué bien, a la vuelta son doscientos! Luego dejo las cosas que pesan en el coche. (Las telas pesan mucho cuando llevas varios metros y son gruesas) y me dirijo hacia el otro lado. Desde la izquierda del parking hasta la tienda de manualidades hay unos treinta metros. Setenta hasta la tienda de tejidos más cara, pero suelo ir primero a la tienda barata, lo que supone unos treinta metros más. Y hacemos cien. De nuevo cien. Cien de ida, y cien de vuelta. La única esperanza que me queda es tener que ir a comprar artilugios para cinturones y cuero, o cierres de gargantillas y collares. En ese caso debo hacer doscientos metros más de ida y vuelta. Pero casi nunca me da tiempo a hacer tantas cosas en un día. En las tiendas hay señoras con todas las horas de la tarde para gastar, y que piden todo tipo de cosas, y que, como yo, quieren que el vendedor dedique  tiempo y paciencia  a solucionar sus problemas.
  Y yo debo irme. Debo irme pronto, porque estamos en Madrid, y el parking cuesta muy caro, así que trato de abandonar las tiendas lo antes posible, y rescatar el coche. Y en ese momento, en cuanto me siento al volante, -o en el asiento del copiloto- se acabó todo. Otra vez sentada.
 Y otra vez en casa. Y otra vez al sofá. Porque casi todo mi trabajo se hace sentada. Coser se cose sentada, dibujar se dibuja sentada. Escribir se escribe sentada. Ahora mismo estoy escribiendo, los pies me pican un poco de tenerlos encogidos. Y eso sucede cuando pasas mucho tiempo en la misma postura. Mover tu trabajo por internet, también se hace sentada. Algo contradictorio, eso de mover sin moverse uno. ¡Qué desperdicio!
Pero decía que regreso.
Del coche aparcado hasta la puerta de casa, hay apenas un metro. De la puerta de casa hasta el sofá quizás haya diez. Podría subir hasta la habitación a desvestirme, pero como he caminado toda la tarde, estoy agotada. Aprovecho que mi habitación está situada en un altillo,- no más alto que algunas cabezas humanas-, y que no hay pared que lo separe de la entrada. Me quito las botas, y el vestido, y el sujetador,  y lo lanzo todo para arriba. Total ya lo recojo cuando suba a acostarme. La ropa de andar por casa, está a un metro y medio de mí, en la bolsa de tela  que, expresamente para esto, hay en el baño. Cenamos en el sofá. (En esta casa no cabe una mesa). Vemos las películas en el sofá. Y luego nos acostamos, eso sí, arriba, en el altillo.
  Hoy he pensado en recoger moras. Pero no me he asomado lo suficiente para saber si aún quedan. Ya octubre está a medias. Y lo cierto, lo más cierto es que no sé qué me apetecerá hacer esta tarde. Quizás esté cosiendo y me duela interrumpir la costura, quizás a la hora de salir me encuentre editando fotos... ¿Quien sabe todo lo que puede pasar de aquí a las seis de la tarde?
Las intenciones de caminar están. Veremos como salen los planes.



domingo, 13 de octubre de 2013

Dios aprieta pero no ahoga

¿Sabeis aquello de que dios aprieta pero no ahoga? Cuando sientes la mano del muy hijo de puta apretándote el gazate tan fuerte que pìensas que no darás otra bocanada de aire más, va y suelta lo suficiente como para que tragues el aire necesario como para sobrevivir otro mes...
 Lo hace constantemente.

Joyas

Un hombre de mediana edad, cansado de no encontrar a la mujer de su vida, entró en una joyería.
El dependiente le dio los buenos días, y le preguntó en qué le podía ayudar.
-Quiero una mujer -dijo el hombre, muy decidido.
El dependiente,  hombre mayor, calvo, con esas pequeñas gafas que resbalan hacia la punta de la nariz, y que posiblemente jamás había ido dos calles más allá de la tienda; le miró como si no hubiese oído bien.
- ¿Perdón?
- Sí. Quiero una mujer. Vengo buscando a una mujer.
- Pero, pero... aqui no vendemos mujeres- respondió titubeando el joyero, en  un gesto que  abarcaba la tienda entera.
- Eso ya lo veo- respondió el caballero-. Es obvio que no venden mujeres. Es una joyería, no un prostíbulo; pero yo quiero una mujer que sea una joya.
   Tras un largo e incómodo silencio, el hombrecillo reaccionó, tratando de simular que le hacía gracia la broma:
-Aaaah! ya entiendo... entiendo... - contestó con una risa extraña, polvorienta, como recién sacada de un baúl donde hubiese estado guardada mucho tiempo-. Espere un segundo, veré si puedo encontrar lo que busca.
    Pero antes de que hubiese desaparecido  para traer la pieza que tenía en mente, el hombre de mediana edad le cortó.
- No, no me ha entendido -su voz sonó alta y firme, y consiguió que el joyero se detuviese, girándose para mirarle-. No es una joya en forma de mujer. No busco una cadena o un broche con una Venus de plata saliendo de una concha... o algo así. Lo que quiero es una mujer de verdad, una mujer que sea una joya.
- ¿Una buena mujer?
- No, una mujer que sea una joya. Literalmente, una joya, ¿comprende?
    No. El hombre que llevaba cuarenta años sacando bandejas con alianzas de boda y pedidas de matrimonio, pulseras de oro para las queridas y medallas que rezaban "felices bodas de plata" para las esposas, no entendía nada y decidió que aquel hombre o bien estaba loco, o bien le tomaba el pelo.  Lo más probable era lo segundo, pero aún así haría menos el ridículo si le seguía la corriente. De cualquier otro modo no se le ocurría cómo podría reaccionar.
- Entonces...- dijo frotándose las manos algo nervioso y retornando al mostrador- Entonces el caballero quiere una mujer que sea, en sí misma, una joya... ¿no es así?
- Correcto- contestó el hombre-. ¿Puede hacerse?
- No veo por qué no. Todo puede hacerse, aunque tiene un precio. Pero, permítame preguntarle :¿de qué material le gustaría que fuera su mujer?- dijo casi con miedo, temiendo que el hombre que tan llanamente había decidido pedir una mujer joya le tomase por tonto al no saber cómo debería estar hecha semejante criatura.
     El hombre de mediana edad se quedó pensativo. Realmente era algo sobre lo que no había meditado al entrar en la joyería. A decir verdad había meditado muy poco sobre nada antes de entrar, simplemente se había dejado llevar cuando pasó delante de las vitrinas y la idea le vino a la cabeza. En lo que realmente venía pensando, era en todos los fracasos amorosos sufridos pese a sus muchas cualidades; entre las que figuraban clase, elegancia, una buena apostura y mejor cuenta corriente.
- No lo sé, contestó al cabo de un rato. En realidad cualquiera me vendría bien. Que brille, eso sí. Que brille mucho.
- Entonces... ¿le puedo sugerir, brillantes?
- ¿Brillantes? ¿quiere decir diamantes? no creo que haya tantos en el mundo como para...
- No,  no- corrigió el anciano con una leve risa que parecía un estertor-. No se apure. Brillantes. No diamantes. Son parecidos pero de menor calidad.
- Ah...
El hombre de mediana edad se quedó pensativo. Durante unos minutos sus ojos se perdieron en las paredes de la joyería. Los estantes blancos, iluminados de modo uniforme resultaban asépticos pero relajantes.
- Perdone usted-. Interrumpió de pronto el anciano-.  Sé que me meto donde no me llaman pero... la curiosidad puede conmigo. ¿Puedo preguntarle por qué quiere una mujer que sea una joya, literalmente una joya? Porque... claro, todos queremos a tener a una joya de mujer pero...
- ¡Oh! es fácil.-  le cortó el hombre- Quiero una mujer que sea una joya para que no me las pida.

El viejo joyero pestañeó, parpadeó y volvió a pestañear. Era una lógica aplastante y esta vez no preguntó nada porque el argumento le había convencido. No tenía nada que objetar.  Asintió con la cabeza, se recolocó las gafas y  tomó papel para apuntar.
- Entonces, habíamos quedado en que la quería de brillantes, ¿de qué medidas?
- ¿Brillantes? Oh, no, no no...  de Brillantes va a ser demasiado caro. Mejor algo más barato y a la moda, ¿no? así ella estará contenta durante mucho tiempo de ser como és y no me pedirá nada...- Y viendo que el hombre le miraba con la seriedad de quien espera una respuesta de su cliente, con poca paciencia y muchas cosas por hacer, finalmente dijo- Ya sé. Pongamela de "Cristales de Swarosky".

                                                                                                                 Muriel Dal Bo 27 del 6 de 2013



Si mañana muriese

Si mañana muriese;
Mi padre pensaría que es un reproche más-
Mi madre se destrozaría por no haber podido estar aquí.
Mi chico lloraría  porque no pudo hacerme feliz .
Mi mejor amigo se sentiría sólo.

 Si mañana muriese por propia voluntad,
 dejaría muchas pequeñas penas que se curan con el tiempo...

 Y tres o cuatro grandes, que no dejarían de doler jamás.

Como un lobo que tuviera en el pecho


La niña vuelve del campo con su vestido blanco, corto, con su cesta de goma negra llena de tubérculos. Lleva el pelo enredado, tierra bajo las uñas, tierra entre los dientes; tierra entre los dedos de los pies descalzos. Camina por la cuchilla que forma la cumbre. A un lado piteras de hojas planas, acuchilladas de espinas, prometedores los dulces higos a sol, entre ramilletes de agujas. Al otro, a la sombra, crecen las dragaceas, con sus hojas preñadas de agua.. agotada.

      Agotado y exhausto, su afecto es la primera parte de ella que se gasta. A base de cabar con las manos sus dedos están rojos, sus manos tumefactas. No habla, cena papas calientes y mastica arena. Y hay arena en sus ojos y más allá de su mirada. Tratas de acercarle el pan y como si quisieras arrébatárselo clava las uñas en el dorso de tus manos con fuerza, hasta que gritas y te apartas. Me aparto; miro en sus ojos y no encuentro la cordura. No hay respuestas. Sólo emociones sin piel que las resguarde. Y sus emociones son espinosas. Al final  de la mesa se contrae, me quedo en la otra punta, la contemplo comer en silencio, de cuclillas sobre la silla, concentrada en su plato, vuelta hacia adentro como un lobo que tuviera en el pecho lejanas estepas y el aullar de un viento sordo. La contemplo y no me atrevo a acercarme; y de hecho, de hecho termina su plato, lo arroja en el fregadero sin mirarme y se marcha, arrastrándose sobre dos pies igual que si lo hiciera a cuatro patas. No hay unos ojos amables para mí, que la esperaba. No hay una pregunta para mí, sobre qué tal estoy. Y todo el mundo en casa, calla, respeta su lenguaje de gruñidos y acepta su maldición igual que acepta las bendiciones que nos hacen amarla. Niña de lava. Niña de tierra que arde; niña de humeantes grietas que crece en una tierra agreste. ¿Cuándo aprenderás que no se puede ser eternamente salvaje? No quiero mirar en tus ojos y contemplar ese frìo orbe que no me ve, ni me comprende, ni me refleja. No quiero sentir la nada de tu interior que es cuanto tienes para regalarme.
     Es la segunda vez que me encuentro con tu sombra. La primera estabas aquí, en una ciudad asfixiante, en un barrio peligroso, una jungla de otro tipo distinto a la que conoces. Cerrado, oscuro, ceniciento, los ladrillos se cernían sobre tí como amenazas. Calle tras calle estabas encerrada como una rata en un laberinto. Y confundí con melancolía esa hosquedad que no comparte nada con nadie, que no entrega de sí msima ni las migajas. Pero entonces no me mordiste;: quizás porque estabas lejos de tu tierra; sumida en esta atmósfera de hierro que se te hacía irrespirable. Quizás por eso... no lo sé; solo llegué a intuir tus dentelladas. Me masticaste la mano a ratos, como jugueteando, cuando estuivimos algunos días juntas en tu casa. Luego me regalabas una sonrisa, tus ojos se iluminaban, no pasaba nada. Sin embargo la alegría del primer día de mi estancia se esfumó pronto, y la naturaleza cobró más fuerza  que el entusiasmo. La tierra en la que creciste escupe fuego, vapores, humo y azufre. Nada demasiado civilizado puede crecer en esa miasma original, un caldo de cultivo que fabrica piedras como escupitajos retorcidos. Los vinos son ásperos, los quesos son fuertes, los desayunos se cuecen en harina tostada.
    No, no más dolor; no me entrego a las caricias que podrían ampararte cuando no queires amparo. Hago lo que veo; me aparto como hacen los demás y te dejo sola, mordiéndote el vstido, dentelladas en el pecho. Mañana, o tal vez otro día, te hayas calmado y podré acercarme. Sí, tendré paciencia y lo haré. Sin embargo hay algo que no quiero confesarte porque mis palabras podrían convertirse en una jaula con barrotes de terciopelo azul. Si me alejas, te respeto, si me echas, me distancio; y si no me neceistas, me marcho.
    Así que. mi pequeña fiera, piensa cuando seas capaz; y sabe que esta anciana de las cumbres no estará  siempre al soplar de los alisios esperando tu llegada. Esta anciana, cada vez que la eches de tu lado y vuelvas a buscarla se encontrará un paso más atrás, un poco más lejos, donde tus zarpas no puedan alcanzarla primero, donde  no llegue a distinguir la opacidad de tus ojos, después. Finalmente se alejará hasta no ver tu figura, no leer tus palabras ni oler tu cuerpo: y finalmente, habrá cambiado su cueva de la cumbre y se habrá retirado a otra más lejana, donde sólo águilas, gatos y cuervos, acudan a visitarla. Al menos ellos son predcecibles: Siempre arañan, pero son coherentes. Si les das de comer y les quitas la espina de una pata no te atacan. Más bien te guardan...