domingo, 13 de octubre de 2013

Como un lobo que tuviera en el pecho


La niña vuelve del campo con su vestido blanco, corto, con su cesta de goma negra llena de tubérculos. Lleva el pelo enredado, tierra bajo las uñas, tierra entre los dientes; tierra entre los dedos de los pies descalzos. Camina por la cuchilla que forma la cumbre. A un lado piteras de hojas planas, acuchilladas de espinas, prometedores los dulces higos a sol, entre ramilletes de agujas. Al otro, a la sombra, crecen las dragaceas, con sus hojas preñadas de agua.. agotada.

      Agotado y exhausto, su afecto es la primera parte de ella que se gasta. A base de cabar con las manos sus dedos están rojos, sus manos tumefactas. No habla, cena papas calientes y mastica arena. Y hay arena en sus ojos y más allá de su mirada. Tratas de acercarle el pan y como si quisieras arrébatárselo clava las uñas en el dorso de tus manos con fuerza, hasta que gritas y te apartas. Me aparto; miro en sus ojos y no encuentro la cordura. No hay respuestas. Sólo emociones sin piel que las resguarde. Y sus emociones son espinosas. Al final  de la mesa se contrae, me quedo en la otra punta, la contemplo comer en silencio, de cuclillas sobre la silla, concentrada en su plato, vuelta hacia adentro como un lobo que tuviera en el pecho lejanas estepas y el aullar de un viento sordo. La contemplo y no me atrevo a acercarme; y de hecho, de hecho termina su plato, lo arroja en el fregadero sin mirarme y se marcha, arrastrándose sobre dos pies igual que si lo hiciera a cuatro patas. No hay unos ojos amables para mí, que la esperaba. No hay una pregunta para mí, sobre qué tal estoy. Y todo el mundo en casa, calla, respeta su lenguaje de gruñidos y acepta su maldición igual que acepta las bendiciones que nos hacen amarla. Niña de lava. Niña de tierra que arde; niña de humeantes grietas que crece en una tierra agreste. ¿Cuándo aprenderás que no se puede ser eternamente salvaje? No quiero mirar en tus ojos y contemplar ese frìo orbe que no me ve, ni me comprende, ni me refleja. No quiero sentir la nada de tu interior que es cuanto tienes para regalarme.
     Es la segunda vez que me encuentro con tu sombra. La primera estabas aquí, en una ciudad asfixiante, en un barrio peligroso, una jungla de otro tipo distinto a la que conoces. Cerrado, oscuro, ceniciento, los ladrillos se cernían sobre tí como amenazas. Calle tras calle estabas encerrada como una rata en un laberinto. Y confundí con melancolía esa hosquedad que no comparte nada con nadie, que no entrega de sí msima ni las migajas. Pero entonces no me mordiste;: quizás porque estabas lejos de tu tierra; sumida en esta atmósfera de hierro que se te hacía irrespirable. Quizás por eso... no lo sé; solo llegué a intuir tus dentelladas. Me masticaste la mano a ratos, como jugueteando, cuando estuivimos algunos días juntas en tu casa. Luego me regalabas una sonrisa, tus ojos se iluminaban, no pasaba nada. Sin embargo la alegría del primer día de mi estancia se esfumó pronto, y la naturaleza cobró más fuerza  que el entusiasmo. La tierra en la que creciste escupe fuego, vapores, humo y azufre. Nada demasiado civilizado puede crecer en esa miasma original, un caldo de cultivo que fabrica piedras como escupitajos retorcidos. Los vinos son ásperos, los quesos son fuertes, los desayunos se cuecen en harina tostada.
    No, no más dolor; no me entrego a las caricias que podrían ampararte cuando no queires amparo. Hago lo que veo; me aparto como hacen los demás y te dejo sola, mordiéndote el vstido, dentelladas en el pecho. Mañana, o tal vez otro día, te hayas calmado y podré acercarme. Sí, tendré paciencia y lo haré. Sin embargo hay algo que no quiero confesarte porque mis palabras podrían convertirse en una jaula con barrotes de terciopelo azul. Si me alejas, te respeto, si me echas, me distancio; y si no me neceistas, me marcho.
    Así que. mi pequeña fiera, piensa cuando seas capaz; y sabe que esta anciana de las cumbres no estará  siempre al soplar de los alisios esperando tu llegada. Esta anciana, cada vez que la eches de tu lado y vuelvas a buscarla se encontrará un paso más atrás, un poco más lejos, donde tus zarpas no puedan alcanzarla primero, donde  no llegue a distinguir la opacidad de tus ojos, después. Finalmente se alejará hasta no ver tu figura, no leer tus palabras ni oler tu cuerpo: y finalmente, habrá cambiado su cueva de la cumbre y se habrá retirado a otra más lejana, donde sólo águilas, gatos y cuervos, acudan a visitarla. Al menos ellos son predcecibles: Siempre arañan, pero son coherentes. Si les das de comer y les quitas la espina de una pata no te atacan. Más bien te guardan...





No hay comentarios:

Publicar un comentario